Prólogo
Prometeo
La religion del hombre
Ensayo de una hermenéutica del Concilio Vaticano II
Padre Álvaro Calderón (Enero 17, 2010)
Faltan apenas dos años para que se cuмpla el 50o aniversario del Concilio Vaticano II, y todavía no salimos del pasmo en que nos puso este giro de timón en la Barca de Pedro. Y utilizando el plural no me refiero solamente a los católicos de buena fe, sino a todo el mundo : tradicionalistas y progresistas, católicos y no católicos. Hoy domingo, Benedicto XVI visita por segunda vez la sinagoga de Roma como signo de amistad, y el rabino aún se pellizca para creer lo que sus ojos ven – no es para menos : las dos veces que los visitó San Pedro no se mostró tan afable 1 –. Mañana lunes, la Fraternidad San Pío X visita por segunda vez el ex Santo Oficio de Roma y no nos termina de sorprender el motivo que allí nos tiene : discutir sobre el Concilio a la luz del magisterio anterior, porque el mismo Benedicto XVI reconoce que el Vaticano II todavía no se acaba de entender.
Sí, se hace absolutamente necesario entender qué es el Concilio – «quid sit», dicen los escolásticos – a la luz del Magisterio de siempre, que es la única luz que tenemos en este tiempo de tinieblas. El Papa ha hablado de una necesaria «hermenéutica» de los textos conciliares, término de etimología griega que significa «interpretación». Hasta ahora habría prevalecido una «hermenéutica de ruptura» con el pensamiento católico tradicional, y Benedicto XVI pide que se haga una «hermenéutica de continui- dad». Bien, he querido responder a este pedido, y el presente librito – como reza el subtítulo – es un ensayo de hermenéutica del Concilio Vaticano II. Pero haré algunas aclaraciones antes de comenzar la aventura.
Hasta no hace mucho, con la palabra «hermenéutica» se significaba el arte de interpretar textos que ofrecían alguna dificultad especial, generalmente por su antigüedad, y se decía especialmente del arte de interpretar las Sagradas Escrituras, que a la gran antigüedad le suma el tener múltiples autores humanos y un único autor principal, el Espíritu Santo. Pero el subjetivismo moderno habla de «hermenéutica» para la interpretación de todo texto, poniendo ahora la dificultad no en alguna característica particular, sino en la dificultad general que el hombre tendría para transmitir su pensamiento. Un auténtico teólogo católico no puede aceptar que se hable de una «hermenéutica», por ejemplo, de los textos del Concilio de Trento o del Vaticano I, porque son textos actuales que hacen justamente la interpretación autorizada de la Tradición, en lo que ésta tenía necesidad todavía de ser explicada. Si para leer Trento, que hace una hermenéutica de la Tradición, yo, Padre Calderón, necesito la aplicación de un arte especializado para poder, a mi vez, interpretarlo, quiere decir que Usted, Lector, tendrá que hacer una hermenéutica de mi interpretación. ¿Quiere decir que nunca nadie puede hablar claramente con nadie el mismo lenguaje? Exactamente eso es lo que piensa un moderno subjetivista, pero está gravemente equivocado.
Sin embargo, ya ha visto el Lector que intento hacer una hermenéutica del Concilio Vaticano II. He dudado si dejar ese subtítulo, pues da a pensar que participo del vergonzoso defecto del subjetivismo, y por eso lo aclaré apenas en mi tercer párrafo – aunque muchos no pasarán de leer los títulos –. Mas, si bien está mal hablar de «hermenéutica» para los docuмentos del magisterio eclesiástico, no lo está para los textos del último Concilio, porque han sido redactados bajo una especie de código para iniciados. Y aunque no digo que me haya vuelto un especialista en el asunto, me parece que he ido descubriendo la clave para interpretarlos.
Una nota más respecto a «hermenéutica», que me surge de comparar una edición antigua del Diccionario de la Real Academia Española con la versión digital más nueva. En la edición de 1914 se lee para dicho término : “Arte de interpretar textos para fijar su verdadero sentido, y especialmente el de interpretar los textos sagrados”, mientras que la edición de 1992 trae lo mismo salvo las palabras “para fijar su verdadero sentido”. Señal del triunfo del subjetivismo, pues ya no se cree que ningún texto tenga un sentido verdadero único. Pero tampoco es cierto. El presente ensayo busca hallar el sentido verdadero, dentro – por supuesto – de la deliberada confusión con que esos textos se escribieron 1.
El Papa ha pedido que se haga una «hermenéutica de la continuidad», y eso es lo que hice. En el Concilio hubo algo de nunca visto – de allí el pasmo general –, pero había mucho de antiguo. Ante el temblor conciliar, los católicos hemos visto de re- pente caerse todo. Pero si uno se pone a pensar, la causa de este derrumbe no puede reducirse a lo que pasó hace cincuenta años : las termitas debilitaban desde hace mucho la estructura del edificio. Una tesis principal de la explicación que aquí doy es que el Vaticano II se inserta en un proceso continuo que arranca con el Renacimiento. Pero como no nos da el presupuesto para meternos a historiadores, este aspecto histórico no está propiamente explicado, sino sólo señalado por algunos jalones. De todas maneras, alcanza para mostrar que los que hicieron el Concilio estaban en continuidad con cinco siglos de catolicismo liberal. La pretensión, entonces, de Benedicto XVI tiene su parte de verdad.
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La palabra clave de toda mi interpretación es el «humanismo», pronunciada por primera vez en el siglo XIV. Aunque no siempre con rencor, desde el comienzo se contrapuso a la palabra «cristianismo». Afirmo, entonces, que el Concilio Vaticano II es el mayor – y quizás último – esfuerzo por sostener un humanismo católico, que se levanta ante el cristianismo o Religión de Cristo, como la Religión del Hombre.
Los seres humanos tenemos una fuerte tendencia a reducir todas las cosas a un único principio, y se suele observar que las explicaciones que lo logran resultan muy mentirosas. Mi «hermenéutica» puede caer bajo esta sospecha, pues habiendo puesto el «humanismo» como principio, pretendo resolver de allí uno tras otro los mil problemas que plantea el Concilio. Pero si bien puede ser cierto que, en la mayoría de los casos, quien mucho simplifica mucho miente, le hago la observación, querido Lector, que no siempre. Porque toda la realidad tiene, en verdad, un único principio, que es Dios Nuestro Señor, y la sospechada tendencia a la reducción del intelecto humano, no es otra cosa que el habitus de la sabiduría – teología es su otro nombre – que trata de aparecer. Cuando las cosas se ven a la luz de los verdaderos principios teológicos, entonces se simplifican enormemente, tendiendo a verse tan simples como simple es Dios. Sí, aun los errores. Esto puede resultar un poco más misterioso, pero los errores teológicos no tienen muchas maneras de cometerse, por la misma simplicidad de las verdades a que se oponen. He aquí mi defensa entonces : si la luz bajo la que he enfocado el problema del Concilio es de sabiduría verdadera, puede ser que mi explicación sea simple y cierta. Y, en confianza, me parece que es así, que no por otro motivo se publica este librito.
Como suele pasar, una defensa pide otra. La sabiduría de la que me glorío no es mía, es la de Santo Tomás, a la que veinte años de paz en mi querido Seminario me han permitido acercarme. Si hay algo por lo que pecaron los teólogos del Concilio, es por haberla abandonado.
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El título propio del librito es «La religión del hombre». Lo de «Prometeo» fue por no dejarlo tan seco. A los humanistas del Re- nacimiento les gustaba resucitar los mitos griegos, y la figura de Prometeo encarna de manera interesante el espíritu del humanismo. Según Esquilo, Prometeo sería un titán – de naturaleza divina – hermano de Atlas y de Tifón, pero a diferencia de ellos, su virtud no consistía en la fuerza bruta sino en la astucia : su nombre significa Prudente. Cultor de Zeus en un principio, se vuelve tan favorable al género humano – a quien según otros autores habría plasmado – que lo salva del diluvio en que el airado Zeus quería anegarlo, termina robando el fuego divino en unas cañas para dárselo a los hombres, y en el sacrificio de un buey decepciona a Zeus ofreciendo al hombre la parte mejor. Como castigo divino, él será encadenado a una roca, donde un águila le devora perpetuamente el hígado, y los hombres serán seducidos por Pandora, que desata todas las calamidades. Finalmente Hércules lo libera y lo reconcilia con Zeus. [En la entrada del Rockefeller Center hay una especie de altar levantado a Prometeo, en el que una estatua dorada lo representa trayendo a los hombres la divina llama].
El Concilio es Prometeo en el acto de su latrocinio. Fue una maniobra de prudencia humana llevada a cabo por una jerarquía de constitución divina, que hizo arder para los hombres el incienso que pertenece a Dios – la pintura de la tapa representa es- te momento, con un Prometeo de torva mirada; es obra de Jan Cossiers, siglo XVII, según un boceto de Rubens, y se halla en el Museo del Prado –. Como en la parábola del administrador infiel (Lc 16), el Concilio anuló los pagarés de las deudas de los hombres para con Dios, prometiendo a todos la salvación; y en el cul- to de su nueva Misa ha dado al hombre la parte mejor. Pero tampoco faltan las consecuencias, pues la caja de Pandora ha volcado sus males en toda la Iglesia, mientras la jerarquía católica ha quedado encadenada, con su propia incoherencia royéndole las entrañas. ¿Quién será el Hércules capaz de liberarla? Creemos que sólo un retorno del tomismo a Roma.
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Las páginas que siguen son difíciles. Este trabajo, según creo y espero y estoy persuadido, es mi última palabra acerca del Concilio. Cuatro son – siguiendo mítico – los hercúleos trabajos que he acometido respecto a la crisis desatada por el Vaticano II :
• El primero ha tratado sobre la autoridad doctrinal del magisterio conciliar, publicado hace poco bajo el título de «La lámpara bajo el celemín». No puede uno meterse a teólogo sin resolver de algún modo ese asunto.
• El segundo lleva como nombre «El misterio pascual», que fue publicado sustancialmente en los Cuadernos de La Reja no 4. Allí trato de desentrañar los sofismas de la nueva teología en torno a su nueva versión del misterio de la Redención. El asunto es infinito y siempre quedan cosas por decir. Me publicaron un artículo complementario en las actas del Primer Simposio de Pa- rís, de octubre del 2002 : «La Iglesia, sacramento universal de salvación» (en francés). Quedó en el tintero otro artículo que se habría llamado Alter Christus, sobre la noción moderna del sacerdocio. Pero al menos se publicó una síntesis que incluye este punto en las Actas del 5o Congreso Teológico de Sì Sì No No, de abril del 2002 : «Cuestión disputada sobre la Redención. Noción teológica del Misterio Pascual», cuya versión española fue publicada en los Cuadernos de La Reja no 6. ¿Redondearé algún día estos asuntos? No he descartado la intención, pero por ahora no tengo ánimos ni para pensarlo. Aunque creo haber hecho lo que debía y estoy muy satisfecho por eso, es extremadamente desagradable tener que gastar el cerebro en considerar un pensamiento tan falso y hueco como el moderno.
ï El tercer trabajo es «El Reino de Dios», cuya primera versión fue presentada en el Tercer Simposio de París, de octubre del 2004, pero nunca llegó a publicarse en sus actas. ¿Por qué? Porque al trabajito le creció una rama más grande que su propio tronco y no quise podarlo. Lo que ocurrió es que, al querer saber por qué los modernos distinguen la Iglesia del Reino de Dios, saltó a la vista una confusión que la mayoría de los teólogos anti- liberales no había evitado : identificar el fin temporal propio del orden político con un fin puramente natural. Cometido este error, no se pueden refutar Dignitatis humanae ni Gaudium et spes. De allí que la investigación, que en un primer momento se pensaba reducir a los autores modernos en torno al Concilio, tuvo que retroceder siglos en el tiempo y cambiar notablemente de objeto. Este asunto me parece importantísimo, porque involucra a los mismos maestros que los tradicionalistas tenemos, y con la ayuda de Dios, tengo decidido llevarlo a término.
• El cuarto trabajo es el que Usted, Lector, tiene en mano. Pretende ser una exposición de la idea que dirigió la labor del Con- cilio, presentada a modo de síntesis y confrontada con la doctrina tradicional. Supone, entonces, todos los trabajos anteriores, donde muchos de los puntos que aquí se tocan en resumen reciben un tratamiento más desarrollado. Tendría que haberlo publicado, por lo tanto, después de «El Reino de Dios», pero ya ve que no ha sido así. De allí que ésta sea mi última palabra, aunque después probablemente siga hablando otro rato.
Las páginas que siguen, decía, son difíciles, porque la teología modernista es falsa y hueca, pero en la ansiedad de evitar los anatemas que pudieran excluirla de la Iglesia, ha ido tejiendo sus sofismas con sutileza, y si uno quiere precisar su errores, necesita sacarle buena punta al lápiz. Pero cuando, además de la precisión, se busca la síntesis general de la multitud de los errores conciliares sin la paciencia para dedicar mil páginas a toda esta cuestión, el resultado es... bueno, no lo quiero desanimar, es como un mural pintado por un miniaturista. Creo que en la lectura de esta obrita se pueden perder muchos detalles – que sólo serán capaces de apreciar los que hayan estudiado ese punto en particular – sin que se deje de entender la idea general. Pero los párrafos vienen muy condensados, y mi animoso Lector no dejará de sentir cierto agobio. Como no he logrado arrepentirme, no le pido perdón.
Si se fija en el índice, verá que el trabajo está dividido en cuatro capítulos. En el primero intento decir «quid est», qué es el Concilio, es decir, busco definirlo, señalando sus grandes principios y propiedades. Luego, en los tres capítulos siguientes, considero lo que el Concilio hizo. Esta es una buena manera de proceder, pues como dicen los escolásticos, agere sequitur esse, el obrar sigue al ser, y para explicar la obra conciliar, convenía estudiar primero su naturaleza íntima.
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Sólo me queda expresar mi agradecimiento a Monseñor Richard Williamson, quien no sólo me alentó y casi conminó a que emprendiera esta tarea – de allí que se adelantara esta última parte de mi programa –, sino que me dio la idea clave para que se resolviera como se resolvió, pues a él le pertenece en esencia el esquema que se va construyendo con la conclusión de cada capítulo. Puedo decir que no me decidía a enfrentar este ensayo, calculando que implicaría un gran trabajo con poco provecho, pero al poner como principio el humanismo del Concilio con su giro antropocéntrico, cada asunto ocupó su puesto sin ningún esfuerzo. Nunca pensé que un proyecto tan complejo podía resolverse en tan poco tiempo. Creo que ha sido el mérito de la obediencia y de la docilidad de dejar la propia idea y tomar la ajena. Y creo también que es consecuencia de estar en la verdad.
Pero basta ya de confidencias y emprendamos la marcha.
La Reja, 17 de enero de 2010